A lo largo de la historia del fútbol existen varios equipos inmortales, onces titulares que los aficionados aún recitan de memoria. El Ajax de Cruyff, el Madrid de Di Stéfano, el Barsa de Guardiola y Messi, la Argentina de Maradona, el Notthingam Forest de Brian Clough…

El Milán de Sacchi de finales de los 80 y principios de los 90 forma parte de ese club de los elegidos. Con unas ideas que revolucionaron el juego, disputaron cuatro finales de Copa de Europa entre el 88 y el 94, saliendo campeones en tres. “Para defender, hay que atacar” era la máxima de un equipo en el que sobresalían tres holandeses; Rijkaard, Gullit y Van Basten.

En el año 1993, con Capello en el banquillo, este equipo acumulaba una cifra récord de imbatibilidad: 55 partidos seguidos sin que nadie pudiera derrotarlos. Y con esta carta de presentación acudieron a San Mamés para jugar un amistoso ante 40.000 athleticzales que abarrotaban las gradas de la catedral.

Fue un partido duro, serio, disputado de tú a tú y que parecía abocado al empate a cero. Hasta que en el minuto 87, un centro de Ritxi Mendiguren fue rematado por Carlos García a la red. El Milán estaba a 3 minutos de cortar su increíble racha de partidos sin perder. Sin embargo, el destino les tenía reservado una sorpresa aún mayor. Y es que en San Mamés cualquier cosa es posible.

Apurando sus últimas balas, Franco Baresi, el gran líbero italiano, cedió un balón a su portero para que éste lo patease en dirección al área bilbaína y generar así una rápida ocasión de peligro. Lo que nadie esperaba es que en el trayecto hacia el portero, el balón golpease una bola de papel de aluminio que reposaba tranquilamente sobre el césped. Este impacto cambió la dirección del balón y despistó al portero italiano en lo que supuso en 2-0 definitivo.

Y es que, que una pelota de papel albal del bocadillo que un aficionado se había preparado en su casa inocentemente le marque un gol al mejor equipo de todos los tiempos cortando con ello su récord de imbatibilidad, sólo podía ocurrir en San Mamés.

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